Saturday, March 20, 2010

La Escuela Colombia




Por Alfredo García

Pese a que las autoridades decidieron cambiarle el nombre de Escuela Colombia por el del prócer de La Restauración Benigno Filomeno de Rojas, salvo en los círculos oficiales, el resto de la sociedad santiaguera decidió ignorarlo, bien sea por costumbre o desacuerdo, y siguió llamándola por su antiguo nombre de la república sudamericana.

La Escuela Colombia, ubicada en el corazón de lo que hoy se conoce como “casco urbano” de Santiago de los Caballeros, en un ambiente nominal totalmente patriótico y acorde con el pasado del dueño de su nombre oficial: su parte frontal daba a la calle Benito Monción, frente a la Catedral Santiago Apóstol; su parte trasera limitaba con los patios de casas familiares que daban el frente a la avenida General López; de Oeste a Este se encontraba entre las calles 27 de febrero (hoy Boy Scout) y la 16 de agosto, frente a la calle Duvergé.

Esta institución educativa era una especie de escuela interbarrial, albergando en su seno estudiantes de casi todas las barriadas del área metropolitana y zonas aledañas de la ciudad y hasta algunos parajes suburbanos. No obstante esto, el plantel no era muy espacioso, era más bien mediano.

Su fachada lucía ser como la unión de tres rectángulos de igual longitud y ancho, semejante a una herradura. Al frente tenía una explanada que se utilizaba para poner en filas al alumnado antes de su entrada al edificio para recibir docencia. Allí se encontraba el asta en el cual, mientras se entonaba el “Himno a la escuela”, se izaba la bandera nacional.

Con sus dos niveles, la escuela Colombia estaba dividida en aproximadamente 20 aulas, la dirección diurna, la nocturna (del liceo Salvador Cucurullo), un cuarto inmenso totalmente vacío que fungía como “Salón de Actos”, un cuartucho usado como “cafetería”, la modesta biblioteca, los nauseabundos y destartalados baños y, en sus últimos años, un cuarto en el que los estudiantes de odontología de la PUCMyM jugaban con los “infelices” estudiantes a ser dentistas.

El patio era escaso pero acogedor. Al fondo había unas frondosas matas de limoncillo; al Oeste un callejón con algunos arbustos que casi siempre estaba solitario, lugar preferido de los enamorados; al Este se encontraba “el bebedero”; un muro de cemento de aproximadamente dos metros de ancho por metro y medio de alto, sobre el cual reposaba un tubo metálico con más o menos diez orificios de los cuales fluía un chorro de agua “fresca y cristalina”, por acceder a la cual, se agolpaba la muchachería entre gritos y empujones.

La heterogénea composición social del estudiantado de La Escuela Colombia, que iba desde la clase media baja hasta la “baja y media”, era el motivo de que durante el recreo, se formaran numerosos grupos de estudiantes según el barrio de su procedencia, salvo el caso de algunos “vende patria” que no tenían problemas en hacer amistad con cualquier persona de su agrado. Con frecuencia, esta “xenofobia” precoz basada en el fanatismo barrial, provocaba que una simple discusión entre dos individuos de barriadas diferentes, degeneraran en trifulcas mayúsculas con decenas de involucrados, las cuales eran disueltas invariablemente por la firme voz de la Directora, quien utilizaba como vehículo para imponer el orden, las insufribles bocinas de la escuela, llamando a la dirección a los protagonistas de las riñas.

Las sanciones y amonestaciones de la directora, eran por lo general infructuosas, pues no bien salían de la dirección, los noveles pugilistas se estaban desafiando para un nuevo combate, casi siempre con la clásica expresión: “Nos vemos a la salida…” Entonces eran los alrededores de la escuela el nuevo campo de batalla, habitualmente, el Parque Duarte o las inmediaciones del puente Hermanos Patiño. Por lo general, servía de espectadora de la pelea, aproximadamente la mitad del alumnado de de La Colombia, hasta que algún maestro poco apresurado o los mismos transeúntes detenían el pleito, con su saldo de moretones, mordiscos, arañazos y la vocinglería de obscenidades impublicables.

A veces las riñas no adquirían carácter multibarrial, pues se originaba entre los estudiantes de la misma barriada, casi siempre por la forma violenta como se practicaban los juegos: “Libertad” o “Gavilán pollero”; pero la más original era aquella que sólo se producían los días lluviosos, pues al fondo del patio se formaba un inmenso charco de agua, entonces se colocaban grupos de estudiantes de ambos lados del pozo, lanzando piedras que hacían saltar el agua llena de lodo y manchaba los uniformes de sus contrarios, hasta que alguno “cogía la cuerda” y armaba el pleito revolcándose con su agresor en el fango, ante la risa y bulla de sus compañeros de juego.

Pero la Escuela Colombia no era sólo el escenario donde los más aguerridos “tigueritos” de nuestras barriadas demostraban a puñetazos su “virilidad”, también fue el jardín donde florecieron idilios de todos los calibres, desde las fugaces aventurillas en busca de las primicias del placer carnal, hasta los kilométricos y cuasi eternos, como los de mi amigo Freddy Méndez (El chino), quien después de algo más de una década de accidentados amoríos, finalmente se casó con su novia de sexto curso, siendo ésta ya graduada de sus estudios universitarios.

Después del recreo y la salida, para el estudiantado de La Colombia no había nada más esperado y placentero que el tiempo de los exámenes, mas no por su afán de demostrar con orgullo los conocimientos adquiridos, si no porque, la estratégica ubicación de la escuela se prestaba para todo tipo de aventuras: concluidos los exámenes, los alumnos disponían de tiempo suficiente para dar rienda suelta a su avidez de conocer la vida. Una franja mayoritaria, compuesta casi exclusivamente por las féminas, gustaba de pasearse por las principales calles comerciales de Santiago, observando las vitrinas de las tiendas; otros preferían saciar su curiosidad visitando lugares históricos como: el Museo de la Villa de Santiago, situado a escasos pasos de la escuela en el Palacio Consistorial; el Museo del Tabaco; o lugares importantes como el Centro de la Cultura; el Club Santiago; el Centro de Recreo; Archivo Histórico, entre otros. También había quienes preferían quedarse en el Parque Duarte, jugando o contando cuentos y chistes entre amigos y parroquianos, pero había otros tantos, de mente más madura y algo de malicia que aprovechaban el tiempo libre para “ir a quemar” con sus noviecitas, casi siempre al interior de la Catedral Santiago Apóstol, el a esas horas desierto centro de la Cultura o, el más macabro de todos: Cementerio de la calle 30 de marzo.

Mas en la Colombia no sólo se cultivaba la virilidad a golpe de puñetazos, la aventura con su secuela de correazos y halones de orejas, o la delicia afectiva y carnal de los primeros amoríos, también brotaba como de una fuente de agua cristalina, la amistad a prueba de tiempo, distancia y evolución a la madurez. Aún se conservan amistades que la tienen como punto de referencia en sus conversaciones, de las cuales sería imposible excluir personajes como : Doña Italia Mendoza, la dulce y comprensiva profesora de Español, de séptimo grado; el Profesor “Papo”, bebedor empedernido a quien nos complacíamos en “darle cuerda” y burlarnos de su apariencia estrafalaria, y de manera especial, a la “mala de la película”: Doña Zenaida, profesora de Ciencias Naturales, capaz de hacer temblar a cualquiera con su sola mirada.

En sus año finales de funcionamiento en su propio edificio (después operó algún tiempo en las tardes en el local del Colegio Santa Ana), la Escuela Colombia fue transformándose: una generación más sumisa y menos peleonera, pero más enamoradiza, hizo suyos los pasillos, patios y aulas de la institución educativa, logrando sin la coerción de nadie, lo que no pudo con su férrea personalidad su antepenúltima directora; hasta que uno de uno de los tantos proyectos descabellados de los últimos gobiernos balagueristas, decidió la eliminación de dicha institución, para convertir su edificio en un Liceo Musical, como parte de la Plaza de la Cultura se Santiago.

La Escuela Colombia, tal y como fue tradicionalmente, ya no existe. Terminó con la generación de la que formé parte y que egresó en 1988; mas, los que pasamos por sus aulas, hoy miramos hacia atrás agradecidos y con una sonrisa sincera, a esa cómplice fiel de nuestros primeros años de adolescencia.

Sunday, March 14, 2010

El Jevito

Por: Alfredo García.-

Con la espalda apoyada sobre la pared recubierta de mármol del Monumento a los Héroes de la Restauración, los pulgares de ambas manos metidos dentro de los bolsillos delanteros de sus pantalones y su pierna izquierda cruzada en forma de cuatro sobre la derecha, mientras mira de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, moviendo la cabeza constantemente como un resorte al que se le ha dado “timbola” y con una sonrisita “prefabricada” , al tiempo que mastica un “chíclet de cajita” con aire de “gustanini”: es nuestro galán El Jevito (El Pesado, por su origen etimológico en Inglés: Heavy (pesado).

Al igual que El Bichán, la vida del Jevito gira alrededor de su apariencia física, pero desprovisto de la creatividad y originalidad del primero: sus modas son menos estrafalarias y las copia casi siempre de los videos musicales de grupos de rock y películas “americanas” que veía através del Tele-club. Sus gustos son algo más sobrios, siendo sus preferidos los pantalones “yins” (jeans o mezclilla) preferiblemente de la marca “livaes” (Levi’s), las camisetas “opí” (Ocean Pacific) y los mocasines “don sáider” (Don Sider); dichas marcas (en R.D por los 80) tenían escasa variedad de colores y diseños, por lo que los Jevitos, pese a su cacareada exclusividad, parecían andar uniformados: por lo general vestían unos pantalones Levi’s “de fuerte azul”, camiseta OP roja o azul y zapatos Don Sider, marrones.

En lo que sí supera en ridiculez El Jevito al Bichán es en el corte de pelo o “pelá”, en las cuales nuestro personaje pone toda su imaginación y creatividad: ya luciendo largas colas en forma de V, ya tapándose un ojo con un largo mechón de pelo o, simplemente, dejándose crecer el pelo lo más largo posible, esto con la agravante de que muchos de esos cortes eran “unisex” y El Jevito gustaba llevar un arete en una de sus orejas, lo cual generaba lamentables confusiones en las que nuestro héroe era piropeado cual si fuera una “Jeva”.

Imitando la conducta de los jóvenes “americanos” que veía en las películas holivudenses, El Jevito gustaba de andar con un cigarrillo en la boca, por lo general Malboro Light, Constanza o Nacional Mentolado, pues nuestro galán no siempre sabía fumar, si no que “hacía bulto” para estar “en la cosa” y no pasar por “queda’o”; esto también lo llevaba muchas veces a caer fácilmente en el consumo de marihuana, pastillas como la “diasepán” y otros estupefacientes.

El Jevito es también amante de las fiestas callejeras a ritmo de “discolai” (Disco-light), mas no tanto por el calor popular como por el hecho de que no es amigo de “doblar el lomo” por considerarlo cosa de “chopos”, lo cual es causa de que ande siempre “más pela’o que un guanimo” y motivaba su afición a “buscársela” en lugares como El Monumento donde, ante la eventualidad de “levantarse” una Jeva pudiera “resolverla” en “El Hotel Yervita”, aun a riesgos de que un “guardia” o un policía lo extorsionara amenazódolo con meterlo preso por “atentado al pudor”.

La resolución del Jevito de “no dar un golpe” lo lleva en algunos casos a prostituirse en manos de homosexuales de clase media a cambio de un par de pesos, o a delinquir vendiendo “yerba” (marihuana) en su barrio, todo para poder costear su “look” basado en ropa extranjera y su adicción a la marihuana.



A la hora de bailar El Jevito detesta lo criollo: no hay quien le mencione el Merengue común y mucho menos el típico o la Bachata, sin embargo transigía en bailar “salsa disco”; su corazón y su alma lo poseían el Rock y el Reggae, sus ídolos: Bob Marley, Air Supply, Alice Cooper, Cindy Lauper, Madonna, entre otros.



Con el tiempo y los cambios El Jevito fue evolucionando; tanto que resulta difícil distinguir si los “Funkies” y los “Joes” son variasiones del Jevito o sencillamente algo diferente. No obstante ello, siempre se nos trepará una sonrisa a los labios al recordar este simpático personaje de mediados de los años ochenta, creyéndose único y original en nuestros barrios y el área metropolitana, mientras sus dobles se multiplicaban por doquier como salidos de una fotocopiadora.

El Bichán

Alfredo García

Por las calles polvorientas y florecidas de piedras de las barriadas santiagueras, se desplazaba con aire arrogante y paso singular un personaje simpatiquísimo: El Bichán.

De la cabeza a los pies, su indumentaria, a excepción de las medias y calzoncillos, era exclusiva, pues él mismo diseñaba desde su corte de pelo, pasando por las “camisas” (más bien parecían blusas femeninas) y pantalones, hasta los zapatos.Nuestro galán era de gustos extravagantes, por lo que tendía a exagerar el estilo y era amigo íntimo de los colores chillones y modas exóticas.
Aunque El Bichán juraba que estaba acabando, a sus espaldas sus conocidos se burlaban de su “playera” (corte de pelo carácterístico de los merengueros de entonces), sus camisas y pantalones multicolores y llenos de cremalleras; sus zapatos tan puntiagudos que se parecían bastante a los del genio salido de la lámpara mágica de Aladino.
Más que caminar, El Bichán parecía bailar: casi sin afincar los talones y con el “brinca’ito” característico de “tíguere de barrio”, mientras que lanzaba miradas alternativas hacia los lados y de arriba hacia abajo, en inspección estética, sin desdeñar ni un sólo detalle de su escasa anatomía.

Como la fortuna económica había pasado por su lado sin reparar en él, El Bichán no contaba más que con su “swing” para ofrecerle a las chicas, las cuales tenían plena conciencia de que al lado de este “bacano” disfrutarían de las noches de amor en los solares yermos de la ciudad, y bailoteos en las fiestas callejeras a ritmo de “disco-lights”, pero jamás el reposo y la “tranquilidad espiritual” que sólo la estabilidad económica puede dar.

El Bichán era una especie de “tíguere de barrio inofensivo”, pues en raros casos era agresivo (como el Tabarrón) o ladrón; él era más bien el máximo exponente de la cultural barrial, sintetizando en su persona los vicios y virtudes de un segmento de la población que se ve obligado a enfrentar los problemas cotidianos de su vida de pobreza con el único recurso que posée en abundancia: la sabichosería, que es la forma que adopta la astucia en nuestros barrios marginados.

Como buen joven de barrio “que se las sabe todas”, El Bichán era buen bailador, especialmente de Merengue y Salsa. Era experto en el arte de tomar y fumar; con gran conocimiento de la sicología femenina que aprendía en la Universidad del Tigueraje: la “Esquina Caliente” de su barrio, y que enriquecía y confirmaba en sus múltiples conquistas en fiestas y “barras”.

Nuestro personaje no era un vago consagrado: solía trabajar como empleado en sastrerías, zapaterías, talleres de mecánica, o en su defecto, algún almacén de comestibles de Gurabito o la avenida Valerio; además asistía a la Escuela Nocturna, razón por la cual su tiempo disponible para “bufear” estaba reducido a las noches sabatinas y las tardes dominicales.

El escaso dinero que El Bichán recibía como remuneración a su trabajo, se lo gastaba, además de su supervivencia, en confeccionarse nueva vestimenta y en las discotecas La Antorcha o Candilejas, razón por la cual era asiduo visitante de las “compraventas” (casas de empeño) que nunca lo desamparaba en las horas de angustias (las cuales eran muy frecuentes) en que su bolsillo esta “chiquito”.
El Bichán, que surgió como producto del auge de los combos merengueros en los años ochenta: Epoca de Oro del Merengue, que influenció grandemente a la juventud de nuestros barrios marginados en su apariencia física, su forma de bailar y su comportamiento social: todos soñaban con formar parte del frente de una “orquesta” de merengue.

Este personaje tan común en los ochenta fue desapareciendo de nuestros barrios populares al compás de la transculturación de nuestra socieddad que cambió los referentes de nuestra juventud hacia los cantantes de Rock y los raperos de los Estados Uninos de América, escuchando cada vez más sus canciones y viendo sus videos en MTV gracias al “teleclub”. A causa de ello, el Bichán se vio reemplazado por su sucesor: El Jevito o Rockero, que lo superó en vicios sin conservar sus virtudes.

El colmadero




Por Alfredo García

Está parado con el cuerpo inclinado hacia adelante y con ambos brazos apoyándose sobre el mostrador, sacando cuentas con su lapicero Papermate y un pedazo de “papel de envolver”: es el famoso Pulpero o colmadero.

El colmadero, es un personaje central e infaltable en los barrios y demás comunidades en donde residen personas de escasos recursos económicos y que, por tal razón, se ven precisadas a comprar los productos de la Canasta Básica “al detalle”.

Aunque con paso de los años, el desarrollo comercial y las grandes concentraciones urbanas, el comercio detallista, como también se le conoce, se ha ido transformando y poniéndose a tono con las necesidades cada vez más variadas de sus clientes y, pese a que éste varía de acuerdo a los tiempos y lugares donde se desarrolla, La pulpería o El Colmado, sigue existiendo y brindando a los menos pudientes su valioso servicio.

El Colmado es el centro de la vida en los vecindarios de nuestras barriadas: allí se comentan los acontecimientos de todo tipo, desde la más reciente guerra entre países de nombres impronunciables hasta el fallecimiento de un parroquiano o los “cuernos” que algún vecino pega o padece, en fin, el colmado es como un diario interactivo por el cual las informaciones circulan, es el precursor de la Internet.

Pero el colmado no es sólo un centro de acopio y distribución de informaciones, no, es también lugar de nacimiento de amoríos entre solteros y no solteros (con asombrosa frecuencia es el mismo colmadero uno de los protagonistas) que ven en este espacio el sitio idóneo para iniciar las imprescindibles primeras conversiones.

Pero no por la importancia estratégica de el colmado vayan a creerse que es tarea fácil la del colmadero, pues nuestro personaje es el recipiente inmediato de lo bueno y divertido de nuestros vecindarios, pero a la vez de todo lo malo y molestoso; por ejemplo: El colmadero es asediado constantemente por por los vagos vividores y “el tigueraje”, que se piensan que éste está obligado a mantenerlos y saciar sus vicios. Además, nuestro héroe, que está obligado a tratar con gente pobre, que está “frenando en el aro”, se ve acosado por las constantes solicitudes de préstamos y los famosos “fía’os” (préstamos en especie) que los interesados juran que pagarán “rayando” el día del cobro, pero que se convierte en un verdadero viacrucis para nuestro prestatario recuperar, razón por la cual es usual ver en estos lugares el astuto y jocoso letrero inamovible: “Hoy no fió, mañana sí”. Y es que El colmadero es como una tarjeta de crédito inmueble, pues cualquier vecino que estando lejos de la barriada se ve obligado a tomar un “taxi” careciendo del “vil metal” no atina a otra cosa que a llegar “en vivo y directo” al colmado a “girarle” al susodicho por el monto de rigor con la indicación: “apúntamelo en la mascota”.

En otros casos la pérdida para el colmadero es sólo del humor y la paciencia, pues la gente a la que no le alcanzan “los cuartos” a causa de la carestía de la vida, tiende a descargar su rabia contra nuestro humilde servidor, a quien acusa de ladrón, salteador y “sangrijuela” que le chupa la sangre a los “debarata’o”.

Por estar obligado a tratar con gente de diferentes puntos de vista, el colmadero suele exhibir una mentalidad flexible (más bien elástica) e indefinida (casi camaleónica) en materia política y deportiva y rara vez toma partido en los frecuentes debates bizantinos que se originan en su negocio y, en las raras oportunidades que lo hace se, va a favor de la mayoría o cuenta un chiste en ánimo de distensión.

El colmado es el lugar de venta “al detalle” por antonomasia: allí se vende “al por menor” cigarrillos “uno a uno”, se detalla una lata de pasta de tomate y el aceite de cocinar se vende por “tercia” (en tiempos más felices también el ron se vendía mediante esta unidad de medida, para alegría de los alcohólicos pobres). Una de las características más peculiares (y asombrosas) de los colmaderos es su “buen pulso” para cortar el queso y los embutidos; cualquier colmadero que se precie de serlo te puede cortar una libra y tres cuartas de cualquier cosa, de un solo tajo y si se equivoca es sólo “por un chin”.

El Pulpero seguirá existiendo aunque metamorfoseándose al compás de nuestra cambiante sociedad: olvidando “la ñapasabatina y cambiándole el nombre a su “industria” por  Minimarket o Colmadón y variando las mercancías que ofrece (hoy en día pañales desechables (“pampers”) y tarjetas de llamadas telefónicas que frecuentemente se “venden” a crédito por teléfono, entre otros productos modernos), y quizás, hoy como ayer en los momentos de casancio y frustración dirá: ¡Caramba, lo más grande es bregar con gente! Pero luego sonreirá recordando los buenos ratos.


Rafael El Tanque



Por Alfredo García

Nunca supe su nombre de pila, aunque por tratarse de tan desbordante personaje lo correcto sería hablar de su nombre de batería, pues es el protagonista de mi relato arrastraba una figura gigantesca, causa del jocoso sobrenombre por el que casi todos lo conocimos.

Por razones de calendario desconozco los orígenes de Rafael El tanque, pero según mi señora madre, en las postrimerías de los años cincuenta, cuando ella emigró de su lar nativo (un paraje sembrado en la falda de la cordillera central) hasta la ciudad de Santiago de los caballeros, ya el descomunal gordo había establecido su tradicional negocio en la parte baja del poblado.

El establecimiento comercial de Rafael El tanque estaba ubicado en el punto exacto donde terminaba el puente colgante que se conoció luego como Puente Viejo (después de la construcción del Hermanos Patiño), que por su mal estado terminó siendo utilizado sólo como puente peatonal, pero en aquella época era el único medio de tránsito vehicular que comunicaba ambos lados del río Yaque del Norte.

El edificio en que desarrollaba su negocio Rafael el tanque, era una vieja estructura de ladrillos de unos cinco metros de ancho por 10 de largo y aproximadamente de unos siete metros de altura; cobijada de cinc a un agua, con una ancha puerta de entrada y unas cuatro ventanas, del lado izquierdo.

A la izquierda de la entrada, reposaba una caja de madera cuadrangular, forrada por dentro con planchas de aluminio y rellena de aserrín; recipiente en el cual se guardaban unos grandes bloques de hielo para evitar que se derritieran pues con ellos se abastecía el negocio y los vendedores ambulantes de llunllún, frío-frío, guaya’o, o cualquiera que sea el nombre de esa refrescante bebida caribeña tan común en nuestro país; encima de dicho cajón reposaba, junto a una batea repleta de frutas y otros vegetales, el garfio con el que se sacaban los bloques de hielo.

Ya en el interior del edificio, paseando la mirada del lado izquierdo del salón, desde el portal, se extendía un largo mostrador de madera forrado de fornica, sobre el cual había unos frascos de vidrio llenos de caramelos y de chíclets . En la pared, unos tramos fijados a martillazos exhibían una gran variedad de botellas de ron y cigarrillos criollos y un sin número de “chucherías”. Sobre una mesa rectangular de madera, escoltadas por recipientes de mantequilla, “cachú” y mayonesa, y flanqueadas por grandes trozos de jamón y queso, esperaban ocasión de lucirse la licuadora y la tostadora de pan. Del lado derecho del mostrador, una línea de taburetes de hierro se extendía frente él y, más a la diestra, al lado de la otra pared, varias mesas con manteles de cuadritos rojiblancos acompañadas de cuatro sillas cada una, que fungían como comedor.

Al fondo, a la derecha del cuarto, una puerta cerraba el acceso a una o varias habitaciones que servían de cocina, almacén y, tal vez, de hotel de paso como rumoreaban los habitantes del sector.

Frente al edificio, sentado al revés y descansando sus gruesos brazos de carbón sobre el espaldar de la rústica silla de madera y guano, Rafael El Tanque expectaba a lo largo de los días el cotidiano espectáculo de los pasajeros bajando o abordando los vehículos de transporte; el afán de los peones montando y desmontando todo tipo de comestibles y demás mercaderías; el paso lento o apresurado de los transeúntes. La gente común con sus afanes cotidianos, desfilaban frente a él como si fuera un César romano. Su mudo contemplar sólo era interrumpido por alguna pregunta de Ramón, el viejo dependiente del negocio o, voluntariamente, cuando, al pasar frente a él una mujer hermosa, éste la cortejaba dejando salir de su boca su vozarrón de gigante en celo. Si, por la razón que fuere (lástima o cortesía), la dama se detenía a conversar con él, nuestro galán la premiaba con alguna fruta de las que tenía en venta.

A la hora del crepúsculo vespertino, nuestro amigo pasaba el momento más difícil de la jornada. Aquello era verdadera epopeya tragi-cómica, pues no obstante su casa estar ubicada en el mismo barrio de La Hoya, a escasas diez o doce cuadras de distancia del negocio, Rafael El Tanque, no podía hacer el recorrido a piés, pues su obesidad lo hacía sumamente lento y se sofocaba con cualquier movimiento, razón por la cual necesitaba un medio de transporte que supliera su deficiencia motriz. Ahí empezaba la odisea.

Puesto que su figura de mastodonte no le permitía transportarse a su hogar por sus propios pies, nuestra ballena bípeda se valió durante largos años de los famosos coches tirados por caballos; ésto mientras su descomunal peso y tamaño se lo permitieron.

El momento aciago llegó una tarde de otoño de 1985 cuando, al intentar abordar un coche, el peso de esa inmensa mole de carne, hizo volcar el coche con todo y caballo que cayeron encima de él. Desde ese día los cocheros optaron por no brindar más su tan necesario servicio a nuestro infortunado personaje.

A raíz de ese accidente, Rafael El Tanque se vio obligado a buscar otros medios para trasladarse de su casa al negocio y viceversa y, optó por los carros de concho. Mas, no cualquier carro podía albergar en su interior semejante exageración anatómica, pues la mayoría de los carros del transporte público de pasajeros eran los populares Datsun, Daihatsun y Peugeot, carros de escaso espacio interior, siendo que sólo le era posible abordar los Chevrolet, con la limitante de que éstos eran más utilizados para el transporte interurbano, lo cual los hacía menos accesibles para las denominadas “carreras” (servicio pre-capitalista de taxi).

Con los años cada vez se le hacía más difícil a Rafael El Tanque trasladarse . Su obesidad se confabuló con su edad. Ya no podía ir a su negocio, hasta que la muerte lo sorprendió a finales de los años ochenta, libertándolo de su angustiosa existencia que, para muchos de nosotros, ajenos a su dolor, era un motivo de risas y burlas mordaces.