Sunday, March 14, 2010

Rafael El Tanque



Por Alfredo García

Nunca supe su nombre de pila, aunque por tratarse de tan desbordante personaje lo correcto sería hablar de su nombre de batería, pues es el protagonista de mi relato arrastraba una figura gigantesca, causa del jocoso sobrenombre por el que casi todos lo conocimos.

Por razones de calendario desconozco los orígenes de Rafael El tanque, pero según mi señora madre, en las postrimerías de los años cincuenta, cuando ella emigró de su lar nativo (un paraje sembrado en la falda de la cordillera central) hasta la ciudad de Santiago de los caballeros, ya el descomunal gordo había establecido su tradicional negocio en la parte baja del poblado.

El establecimiento comercial de Rafael El tanque estaba ubicado en el punto exacto donde terminaba el puente colgante que se conoció luego como Puente Viejo (después de la construcción del Hermanos Patiño), que por su mal estado terminó siendo utilizado sólo como puente peatonal, pero en aquella época era el único medio de tránsito vehicular que comunicaba ambos lados del río Yaque del Norte.

El edificio en que desarrollaba su negocio Rafael el tanque, era una vieja estructura de ladrillos de unos cinco metros de ancho por 10 de largo y aproximadamente de unos siete metros de altura; cobijada de cinc a un agua, con una ancha puerta de entrada y unas cuatro ventanas, del lado izquierdo.

A la izquierda de la entrada, reposaba una caja de madera cuadrangular, forrada por dentro con planchas de aluminio y rellena de aserrín; recipiente en el cual se guardaban unos grandes bloques de hielo para evitar que se derritieran pues con ellos se abastecía el negocio y los vendedores ambulantes de llunllún, frío-frío, guaya’o, o cualquiera que sea el nombre de esa refrescante bebida caribeña tan común en nuestro país; encima de dicho cajón reposaba, junto a una batea repleta de frutas y otros vegetales, el garfio con el que se sacaban los bloques de hielo.

Ya en el interior del edificio, paseando la mirada del lado izquierdo del salón, desde el portal, se extendía un largo mostrador de madera forrado de fornica, sobre el cual había unos frascos de vidrio llenos de caramelos y de chíclets . En la pared, unos tramos fijados a martillazos exhibían una gran variedad de botellas de ron y cigarrillos criollos y un sin número de “chucherías”. Sobre una mesa rectangular de madera, escoltadas por recipientes de mantequilla, “cachú” y mayonesa, y flanqueadas por grandes trozos de jamón y queso, esperaban ocasión de lucirse la licuadora y la tostadora de pan. Del lado derecho del mostrador, una línea de taburetes de hierro se extendía frente él y, más a la diestra, al lado de la otra pared, varias mesas con manteles de cuadritos rojiblancos acompañadas de cuatro sillas cada una, que fungían como comedor.

Al fondo, a la derecha del cuarto, una puerta cerraba el acceso a una o varias habitaciones que servían de cocina, almacén y, tal vez, de hotel de paso como rumoreaban los habitantes del sector.

Frente al edificio, sentado al revés y descansando sus gruesos brazos de carbón sobre el espaldar de la rústica silla de madera y guano, Rafael El Tanque expectaba a lo largo de los días el cotidiano espectáculo de los pasajeros bajando o abordando los vehículos de transporte; el afán de los peones montando y desmontando todo tipo de comestibles y demás mercaderías; el paso lento o apresurado de los transeúntes. La gente común con sus afanes cotidianos, desfilaban frente a él como si fuera un César romano. Su mudo contemplar sólo era interrumpido por alguna pregunta de Ramón, el viejo dependiente del negocio o, voluntariamente, cuando, al pasar frente a él una mujer hermosa, éste la cortejaba dejando salir de su boca su vozarrón de gigante en celo. Si, por la razón que fuere (lástima o cortesía), la dama se detenía a conversar con él, nuestro galán la premiaba con alguna fruta de las que tenía en venta.

A la hora del crepúsculo vespertino, nuestro amigo pasaba el momento más difícil de la jornada. Aquello era verdadera epopeya tragi-cómica, pues no obstante su casa estar ubicada en el mismo barrio de La Hoya, a escasas diez o doce cuadras de distancia del negocio, Rafael El Tanque, no podía hacer el recorrido a piés, pues su obesidad lo hacía sumamente lento y se sofocaba con cualquier movimiento, razón por la cual necesitaba un medio de transporte que supliera su deficiencia motriz. Ahí empezaba la odisea.

Puesto que su figura de mastodonte no le permitía transportarse a su hogar por sus propios pies, nuestra ballena bípeda se valió durante largos años de los famosos coches tirados por caballos; ésto mientras su descomunal peso y tamaño se lo permitieron.

El momento aciago llegó una tarde de otoño de 1985 cuando, al intentar abordar un coche, el peso de esa inmensa mole de carne, hizo volcar el coche con todo y caballo que cayeron encima de él. Desde ese día los cocheros optaron por no brindar más su tan necesario servicio a nuestro infortunado personaje.

A raíz de ese accidente, Rafael El Tanque se vio obligado a buscar otros medios para trasladarse de su casa al negocio y viceversa y, optó por los carros de concho. Mas, no cualquier carro podía albergar en su interior semejante exageración anatómica, pues la mayoría de los carros del transporte público de pasajeros eran los populares Datsun, Daihatsun y Peugeot, carros de escaso espacio interior, siendo que sólo le era posible abordar los Chevrolet, con la limitante de que éstos eran más utilizados para el transporte interurbano, lo cual los hacía menos accesibles para las denominadas “carreras” (servicio pre-capitalista de taxi).

Con los años cada vez se le hacía más difícil a Rafael El Tanque trasladarse . Su obesidad se confabuló con su edad. Ya no podía ir a su negocio, hasta que la muerte lo sorprendió a finales de los años ochenta, libertándolo de su angustiosa existencia que, para muchos de nosotros, ajenos a su dolor, era un motivo de risas y burlas mordaces.

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